Para el lunar de Ana
de Myrtha Schalom
(Registrado N° 5210311/2015 en Dirección Nacional de Derecho de Autor)
Podría alcanzar el último vuelo a Córdoba. Estoy a tiempo. Me bastaría con cruzar
la doble avenida que separa el
aeroparque de la densidad del río. Al asomarse por el barandal, los golpes sordos del agua contra el
muro lo sacuden. Son la réplica de aquella
voz dentro del despacho: …como esos
idiotas útiles que tapizan el fondo del Río de la Plata. Y yo, del lado de
afuera, esperando señales. Disimulado entre las pilas de expedientes, oyendo lo
que no debía.
Es habitual ver al Pibe por la mañana con la cabeza
gacha tras el camino de hormigas, como
si buscara obsesivamente algo perdido. O
estarse el rato bajo un eucalipto estirándose los labios para silbar, así el
pájaro amarillo de cabecita negra le responde. Él no lo sabe, pero el macho de esa especie es el que puede vivir
más tiempo en cautiverio.
Por momentos ojea desde cuál de las ventanas altas
del segundo pabellón es observado. Presiente, antes de oírla, la voz perentoria del Urraca, que se aproxima
tres veces al día para hacerle beber ese horrible jarabe. Como contrapunto de
su soledad imita con los dientes el
chirriar de los grillos, repite los gruñidos del viento o el crujir de pisadas sobre hojas secas. Mientras
tanto se encamina al lugar más alejado del Campo para revolver el contenedor de
residuos, su juego predilecto. Solo lo detiene el eco del campanario que
alcanza a divisar en días muy claros. Así aprendió a contar los silencios entre
toque y toque.
Una estridencia de
frenos en el asfalto húmedo de la avenida Costanera y por instinto, suelta el
portafolios. Pero no. Nadie me siguió. Se
inclina y aferra su voluminosa carga de incógnitas y ninguna certeza. El carretear de los
aviones lo tienta volver a Argüello donde empezó todo: los compañeros, las
reuniones, el álbum con fotos de la
secundaria. Un chaparrón de pecas bajo el
flequillo rojo y ese lunar extendido en el brazo derecho enarbolando la V de la
victoria. Yo, a su lado, tan morocho. Hoy necesito paladear su jugo azucarado de naranjas silvestres. La
mueca que hace un instante le crispó la boca se ablanda con el recuerdo de Ana
en sus brazos al ritmo de la tijera.
Y ahí nomás la besé y nos miramos. Nuestro secreto
palpitaba disimulado
entre los pliegues de su vestido de novia.
Si en ese momento nos
hubiéramos prometido abandonar la lucha…
La antigua herrería para los caballos del ejército es
ahora una construcción devastada. Su techo a cuatro aguas muestra tejas
carcomidas; los agujeros fueron rellenados con argamasa de barro y ramas. En el
vértice central, el sol se filtra por el tragaluz. La tupida hiedra oculta el
recinto sin ventanas. En las paredes del interior perduran huellas incomprensibles para el Pibe: H DE P,
NO mE OLVi. El Pibe se acostumbró a
recorrer con el índice las letras y las compara con el sinuoso andar de las hormigas que mantiene dentro de un frasco
enorme con resto de mermelada.
Acuclillado, las observa con preocupación y parece interrogarlas cuando
las pobres obreras intentan hallar con perseverancia la salida.
En el escondrijo se amontonan baterías corroídas,
cables con broches metálicos unidos a sus extremos, cadenas, martillo y yunque,
también enchufes ya sin electricidad. Sobre una repisa, la caja metálica que desenterró
del basural. Ahí guarda un tirabuzón, pinzas, bisturí, agujas y jeringas. Lo
más preciado es el fragmento de espejo con que alcanza a observarse un ojo por
vez. Todos los objetos recolectados intervienen en sus quehaceres de niño. En
esa precariedad sobrevive un desvencijado sillón de dentista. Con las
palancas inclina el respaldo, varía la altura del asiento y lo convierte en
vehículo, caballo, tanque, avión, trono, altar.
A pesar de
las advertencias habíamos viajado a Buenos Aires. Tres días apenas. Hotel Savoy, sobre la avenida Callao esquina
Cangallo, si no me equivoco. Aquel
viaje en avión: todo un lujo para dos pueblerinos. Sin embargo, sabíamos que de
un momento a otro estallaría el país.
Al aclararse el cielo después de la
lluvia, el Pibe sale a explorar y lo sobresalta una agitación de hormigas
aladas que inician vuelo rasante. Las sigue.
Fascinado, es testigo del apareamiento de la reina de abdomen voluminoso
y alas desplegadas. Con una brizna la levanta junto con el macho acoplado y los
coloca dentro de una caja de remedios, de las muchas dispersas entre los yuyos
altos del predio. Con la preciosa carga vuelve a su refugio y la esconde en el
gastado abrigo de paño gris que le sirve de único abrazo en invierno, cuando
Campo de Mayo se escarcha.
Más tarde revisa la caja: el macho ha desaparecido
y la hormiga
fecundada ya no tiene sus alas. Dentro
del recipiente de vidrio las obreras atareadas moldean túneles en la tierra
humedecida, entonces introduce a la reina y tal vez para
otorgarle intimidad, cubre el improvisado terrario con un pañuelo.
El estruendo
de turbinas atraviesa ahora al hombre, como el clamor de la multitud que se
interpuso entre los dos frente a la escalinata del Congreso.
Mirá qué
emboque, que justo esa columna con las pancartas pasara entre los dos. No supe más de
ella, tragada por la manifestación a la que nadie nos había convocado.
Si le vienen ganas de llorar, elige estarse al sol
con un taco de almanaque vencido. Cada hoja indica día por día el paso del
tiempo, sin embargo él no puede calcular sus seis años, aunque aprovecha el
dorso en blanco del papel donde estampa con
trozos de carbón esas formas monstruosas que lo atormentan.
En ocasiones tantea bajo su catre y recoge el baqueteado
libro de medicina envuelto en arpillera.
Examina láminas de cuerpos humanos, curioso por marcas en rojo que alguien hizo
en lengua, encía, vagina, útero, feto, pene. También los periódicos con que el Urraca
le envuelve la comida lo ayudan a intuir el mundo exterior distinto del suyo.
Si supiera leer, se enteraría de que transcurre marzo de 1982.
No sé
quiénes se llevaron a Ana en cuarto creciente. Tampoco aquel amanecer la
trajo. No pude recuperar despojos de
nuestra luna de miel en el revoltijo de la valija abierta sobre la cama de la
habitación 705. Más de seis años de averiguaciones.
Sin que el Urraca lo advirtiera, apareció
desorientada una gallina que el Pibe bautiza con el nombre de Mami. Para
comunicarse con ella inventó sonidos guturales. Desde entonces, acorta sus
paseos al aire libre para dedicarle la mayor parte del tiempo. Dentro del orden
de cosas que él se ha trazado, ese escándalo inofensivo lo hace sentir
diferente. Lo sorprenden palabras estrenadas para Mami y movimientos del propio
cuerpo, que nunca antes había probado. Sus
manos convirtieron el mimbre desflecado de un banquito en canasto para
empollar.
En cada regreso
a la dependencia oficial donde quedaron asentados antecedentes por la
desaparición de Ana, fui perdiendo pie en el cúmulo de versiones, calles, bares
donde esperé la revelación de presuntos testigos. Son rastros de lugares y miradas, olores, estados del
alma. Durante aquellos días aprendí a
vivir entre paréntesis.
El segundo pabellón, al que el Pibe tiene prohibido
acercarse, está rodeado de margaritas. La desobediencia no se cuestiona cuando
el blanco y amarillo de esas flores son la ofrenda que brinda a la gallina si
pone un huevo. Al suceder ese milagro, enmudece y sólo atina a girar alrededor
sin atreverse a tocarla, hasta que recobra
el aliento. Adorna entonces el sillón de dentista que la recibe. Desde el
tragaluz, el sol enciende el plumaje.
Recoge de la caja metálica el fragmento de espejo y se acurruca junto a ella. El reflejo le devuelve su ojo junto al
pico del ave que afloja el cogote, confiada en ese brazo protector rubricado
con un lunar púrpura.
Por
necesidad de sentir de nuevo el calor de Ana, me duermo muchas veces pensando
en la incipiente loma de su vientre. Puesto a encontrar semejanzas, en cada viaje a Buenos
Aires ocupan su atención los niños que pasan a su lado. El
andar de ese no, yo arrastro los
pies, gasto suelas, soy robusto, de cuello grueso… Aquel
otro, no sé… El pelo de Ana… Ése sobre
todo. Lo había seguido con la mirada. La mochila a la espalda, el cuaderno en la mano izquierda y la otra sujeta
a la de su madre. La mujer se dio vuelta y lo enfrentó con filosa mirada. Cada
tanto me despierta el sobresalto de ver alejarse a ese chico, moreno como yo,
dándome la espalda.
Tampoco en esta
incursión clandestina pudo recoger indicios. Otro retorno a Argüello con los
brazos vacíos. Pero sus pies se afirman como los cuatro palos que sostuvieron
el manto ritual bajo el que se desposaron los padres de Ana, en el campo de concentración de Birkenau. Esa
foto desvaída de 1944 viene a decidirlo. No abandonaré la búsqueda.
Hoy el Pibe vuelve a tener en sus manos un embrión de
clara y yema. Indaga en la blancura de
la cáscara: su memoria revive dedos suaves desenredándole el pelo, un cuerpo de
calor bueno, la pelota hecha de trapos. En esa pantalla fugaz, una velita de
papel encerado se apaga de golpe cuando regresan a su pensamiento voces que
todavía lo inquietan: “No, no es como yo lo imaginé. Me lo prometió
rubiecito”.
Las campanas de la iglesia señalan el mediodía. Se
prepara goloso para la ceremonia. Con la
punta del tirabuzón perfora la cáscara del huevo y se dispone a sorber con
deleite el jugo vital. Ensimismado, no advierte la llegada del Urraca que se
lanza para arrebatarle el festín. Los
ojos negros del Pibe giran aterrados al tiempo que aprieta el huevo para
retenerlo. La cáscara se quiebra y el
preciado líquido se escurre por sus dedos. La gallina huye. El agresor
lanza una carcajada furiosa y amaga ir
tras ella, pero el niño alcanza a montarlo y le hunde el trozo de espejo
en el cuello, derribándolo. En pocos
segundos el estrago se serena porque el Urraca ha dejado de sacudirse.
Aún en el suelo, el Pibe se desliza hasta recobrar el
frasco. Allí las hormigas trabajan como si no hubieran perdido la esperanza de
salir.
Mi homenaje a aquellas mujeres asesinadas o desaparecidas que parieron en cautiverio. JUSTICIA, JUSTICIA PERSEGUIRÁS...
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